Últimamente al sentarme frente al laptop a ver
noticias, a observar mis redes sociales, al leer a los demás, se siente una
tragedia colectiva y bastante moderna por problemas que desde una óptica algo
crítica y objetiva, se sienten como una trivialidad que pretende llamar la atención
ajena al visibilizar sus tragicomedias que mucho tienen en su día a día y que
ellos llaman vida. El mundo sufre de mucho caos y ruido, y abonarle sus agobios personales ya resulta a veces desgastante e incluso un tanto asfixiante.
En el afán de la cotidianidad y
gracias a la tecnología, nos abrumamos cada vez más fácil de la opinión de los
demás y de todo el mundo en general. Antes, el poder divulgar cualquier tipo de
información y generar opinión era un placer de pocos, dado que poder llegar a
las personas implicaba crear ideas convincentes y requería de un arduo trabajo
para poder publicarlas de manera que pudiesen llegar a la mayor cantidad
posible de público: el papel cumplía una labor importante en este ejercicio de
divulgación y de poder vociferar una opinión para tratar de crear una
convicción colectiva. Ahora el tema es muy distinto: en cifras recientes y según
varios reportes (internet consolida muchas cifras, pero en un promedio general)
nos indican que más de un 45% de la población mundial tiene acceso a internet; casi la mitad del mundo puede acceder
a la red más grande de información. De esa misma manera, la forma que creamos
contenidos ha crecido de una forma exponencial, y cada vez más son personas las
que tenemos la capacidad de expresar y generar opinión.
Pero generar opinión en la edad
moderna a diferencia de los métodos antiguos, como la dialéctica por ejemplo
como herramienta para generar conocimiento, se volvió en canales unilaterales
donde la verdad es relativa y subjetiva del sujeto quien la emite: las verdades
son las que yo así considero y el tratar de debatirlas se volvió en una forma
de “agresión” hacia la opinión ajena. Entonces ya no podemos encontrar
contenidos algo selectos, sino tal
vez un mar de información que debemos aprender a filtrar —e incluso ignorar,
porque tristemente el poder de divulgación se volvió el poder de cualquiera—
con el objetivo de quedarnos con lo que podemos considerar de más valor. Incluso,
espacios como estos, sirven para ratificar esta idea, que podemos todos
expresarnos y tratar de crear algún tipo de pensamiento colectivo o de representar una idea que no sea solamente mía sino que tal vez pueda ser común.
Sé que sonará familiar para
muchos, y es que en la cotidianidad nos conectamos y nos dirigimos al muro —de los lamentos— del Facebook y nos topamos con muchas
publicaciones incómodas: peleas por tratar de defender mi postura radical ante
mis ideas; tal vez políticas, religiosas, musicales, sexuales… otras son
publicaciones que no agregan más que el morbo por la tragedia real ajena, en
forma de fotografías o videos que difaman, o incluso, sádicamente, nos enseña
lo peor de los seres humanos y de nuestra hábil capacidad de poder registrarlas
con una cámara pero no de poder ayudar en efecto a solventar dicha vicisitud, y
por lo general, muchas de nuestras desgracias modernas, algo triviales, sin
mayor importancia más que para quienes la sufren pero que de alguna manera, el
compartirla nos causa una especie de efecto alentador, porque pudimos gritar en
letras en un espacio que efectivamente está abierto para todos.
Nosotros sin querer, también nos
volvimos escritores de historias y estamos tratando de hacer llegar nuestras
ideas al público con el fin de generar una convicción, como comentaba arriba,
pero ¿realmente este contenido es valioso, en la medida que realmente nos puede
llegar a aportar algo y les puede aportar algo a los demás? Seguramente muchos
reflexionarán en este punto y pensarían dos veces en postear ese video
desagradable, o ese comentario ofensivo, o esa sátira disfrazada de amabilidad,
o esa idea que debe ser respetada pero que igual agrede a cierta parte de
mis espectadores pero que tienen que tragar entero mis post porque así lo creo y así
debe ser.
Y es que hay personas que se vuelven expertas en hacer de su vida un drama público que al final, a nadie le importa.
Entre tanta información sin
sentido, no solo de las redes sociales sino de los medios de comunicación en general, aprendí a ver que el negarme a recibir cualquier tipo de información
se convierte en una habilidad que se desarrolla en estos tiempos de abundancia.
Y no es que elogie el hecho de despreciar la opinión ajena, porque eso también
nos da la oportunidad de perdernos de algo brillante entre la oscuridad, pero
si el de poder ser selecto con lo que asumo será más educador y que tal vez
genera más valor, del cualquier tipo: académico, emocional, sentimental,
conceptual, etc. Entre tanto facilismo,
incluso el poder del pensamiento se ve subestimado ante tanta estupidez
colectiva: aunque somos partícipes de poder dirigirnos al mundo entero, no
entendemos que ese poder se ha mal usado en la medida que no hacemos nada para
aportar algo de conocimiento, de debate o de ideas para nuestros espectadores diarios
y constantes. Si tan sólo viéramos la capacidad de las palabras, seríamos más
responsables con la información que generamos a diario, pero tristemente la
gente no entiende los alcances y el poder de nuestras letras y de nuestra voz.
Así no creamos, las palabras nos
generan algún tipo de reacción, positiva o negativa que nos da el impulso al
querer aceptarlas o rechazarlas, e incluso odiarlas. Pero entre tantas
desgracias políticas, sociales, donde la espiritualidad de la gente se
desmorona y perdemos el rumbo a creer en algo que nos aporte amor y fe en la
humanidad, no está de más pensar que podemos adoptar una capacidad a recibir
información, pero desecharla inmediatamente porque simplemente no nos aportará
nada a nuestras vidas: no es que quiera juzgar, porque incluso uno cae en
compartir cosas que a lo mejor son personales o que no generan algo más allá que
un instante reflexivo, pero si hay cosas que considero que se viralizan porque
la gente prefiere saciar una lujuria por lo digerible y fácil de comprender sin
esfuerzo alguno, y no porque realmente sea positivo: aquello que sea bueno es
algo que no nos daña la mente, que no nos genera algún trauma social, que no
fomenta algún tipo de odio o que polarice más la gente. Entonces no debe doler
el poder decir “no me interesa” porque realmente queremos al menos, ver mejores
noticias que las tragedias y no caer en el superficialismo en que se sumerge los
participantes de esta sociedad.
Entonces, como siempre, se hace
una invitación a pensar en el alcance que tenemos con cada palabra que podemos
emitir y que podemos compartir, en la información que nosotros divulgamos y ver
qué efectos, tanto positivos como negativos, pueden tener e incluso, en tratar
de pensar en ser nuestros propios espectadores y pensar que nuestras palabras
reflejan de algún modo una manera de cómo nos presentamos ante la sociedad: más
allá de ser personas individuales, también somos personas profesionales,
estudiantes, empleados, hacemos parte de una familia y de una sociedad, y cualquier tipo
de grito —escrito o fotográfico— seguramente hará eco en las personas que reciben esa información.
Las redes tienen una función, y es la de compartir a los demás lo que somos
desde unas imágenes y desde unas palabras: hagamos un buen uso de esa gran
oportunidad de divulgación.